
Creo que en los tiempos que corren ni los jóvenes ni los adultos ya casi no leen a Henry Miller, el novelista más audaz y veraz que se haya dado en la literatura del siglo XX.
No fue un novelista tradicional. La mayoría de sus obras carecen de estructura formal, son una especie de desahogos incansables, de reflexiones inagotables sobre la vida, lo más cotidiano, el sexo, Dios, la presencia del hombre en la Tierra, su relación con la mujer, el afán de vivir, en fin todos los temas de lo humano, sin miramientos, con alegría, con burla, con escarnio, con piedad y compasión.
Su creación no empezó temprano sino hasta casi los 40 años. Nacido en Brooklyn, Nueva York, en 1891, después de la primaria casi no tuvo educación formal. Sin embargo fue un lector voraz y entre sus preferidos estuvieron siempre Virgilio, Montaigne, desde luego que Rabelais y Dostoievsky.
Se fue a vagabundear un poco y luego regresó a trabajar a la sastrería de su padre. En 1928 se enamoró casi hasta la locura de una “bailarina” de un salón de baile en Nueva York: Mara, Mona, según sus novelas, June en la vida real, y cuando ella se fue a París, el decidió ir tras ella sin imaginarse que ese viaje cambiaría radicalmente su existencia.
En París, donde al principio vivió bastante mal, pasando las noches bajo puentes, a causa de June, una mujer bella con rostro angelical y un tanto perversa, sintió las terribles mordeduras de los celos, de la pasión sin respuesta, de la humillación, y por todo ello y la indiferencia de ella sintió la desesperación que lo llevó casi al suicidio, algo inimaginable en el hombre posterior que fue.
Y es que a través de sí mismo, Miller está diciendo que somos únicos y cambiables, que no somos de una sola pieza ni estáticos pues eso le restaría sentido y valor a nuestra existencia, a nuestro camino siempre indescifrable, al maravilloso poder, para quienes saben vivirlo, del aquí y el ahora. Por eso mismo escribió siempre en primera persona.
En 1930, June decide regresar a Estados Unidos, pero Miller decide quedarse, pues sólo quedándose en Paris logrará la salvación. Afortunadamente para ese entonces ya conoce a Anaís Nin, una mujer, que devendrá en excelente escritora y que resulta una especie de alter ego femenina suya además de ser su amante junto con los escarceos de ella con June, esa mujer ausente sin trascendencia alguna que se convirtió en un personaje decisivo en la literatura del siglo XX.
Para entonces Miller ya estaba escribiendo Trópico de Cáncer, donde logró vomitar muchos de sus sentimientos hacia June, pero también muchas reflexiones sobre el sentido de la existencia de un hombre que se consideraba plenamente libre, sobre la que volvería en Trópico de Capricornio. Era una obra farragosa de más de 800 folios. El hombre se había volcado en la escritura. Fue su amiga Anaís, la que lo ayudó a corregirla y volarle más de 400 páginas y lo ayudó a editarla en Francia. En Estados Unidos estuvo prohibid por inmoral (jajaja) hasta 1960. La novela se convirtió en un éxito en Francia y ediciones clandestinas llegaban a Estados Unidos con otra portada.
Para entonces, Miller ya había salido de su pobreza parisina, era corrector de estilo para la edición en inglés de un periódico estadunidense y había escrito, junto con Anaís, varias novelas pornográficas pletóricas de sexo que firmaban con seudónimo.
Entre los dos trópicos, Miller escribió otra novela, si así se le puede llamar, Primavera Negra, en el que hace una especie de auto de fe de lo que será toda su obra: “Para mí el libro es el hombre y mi libro es el hombre que soy, el hombre confuso, el hombre negligente, el hombre descuidado, el cachondo, obsceno, bullanguero, considerado, escrupuloso, mentiroso, el hombre diabólicamente veraz que yo soy”. Y le faltó decir compasivo, pues si algo se percibe en toda su literatura es compasión por el ser humano.
En 1939, Miller viajó a Grecia, e hizo pie en la casa de su amigo el novelista inglés Lawrence Durrel, sí, el del grandioso Cuarteto de Alejandría. Producto de ese viaje escribió un libro bellísimo, conmovedor, El Coloso de Marusi, como llama al escritor quizá imaginario Katzimbalis, un hombre como él pletórico de sentido existencial.
Después vendrían más de una docena de otras obras hasta su muerte en 1980 en California a donde fue a refugiarse a partir de 1940 y su regreso a Estados Unidos.
Para finalizar, le dejo aquí un breve fragmento de El Coloso:
“Digo que los dioses erraban por todos los lugares, que eran hombres como nosotros en forma y esencia, pero estaban libres, eléctricamente libres. Al desaparecer de esta tierra se llevaron consi go el único secreto que jamás les arrancaremos mientras no seamos libres de nuevo. Un día sabremos qué es la vida eterna: el día en que dejemos de asesinar. Aquí, en este lugar dedicado ahora a la memoria de Agamenón, un crimen horrible y secreto ha marchitado la esperanza humana. Dos mundos yacen yuxtapuestos: el de antes y el de después del crimen. El crimen contiene un misterio tan profundo como la salvación. Palas y azadas no descubrirán nada importante. Los cavadores están ciegos, van a tientas hacia algo que jamás verán. Todo lo que se desenmascara se desmorona al tocarlo. Y de la misma forma se desmoronan los mundos. Podemos cavar eternamente como topos, pero el miedo estará siempre con nosotros, clavándonos sus garras y violándonos”.